27.10.07

Espíritu que ladra (sí muerde)


Perro era Diógenes. Al menos esa fue la sentencia punitiva de Platón. Reducido y animalizado, este hijo de falsificador de monedas transformó el mundo en un tonel, y asumió su condición canina andando maloliente y semidesnudo por las calles de Atenas; orinando y defecando en la intemperie a la salud de los demás. Lascivo -no faltaba más-, de vez en cuando se frotaba el vientre en medio de la plaza y se abría paso a dentelladas entre las gentes del mercado y las rondas de sofistas. Su leyenda es conocida. Cioran, ese otro can, lo ha llamado vencedor de hombres y perro celestial. "Tenemos que agradecer al azar que le hizo nacer antes de la llegada de la Cruz", dice el apátrida.

Totalmente ajeno a la machinae animate de Descartes; más allá del buen salvaje de Rousseau; y lejano para siempre de aquel Sócrates enloquecido de Platón, este perro ocupa asiento de primera fila en el guiñol de la humanidad. Por qué, se pregunta uno. La respuesta parece ser sencilla: Kundera dice que "los perros nunca han sido expulsados del paraíso".

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