26.1.06

Discontinuidad de los parques

Al otro lado de la palabra, el aire ha sido tomado por el mecanismo de los interruptores. Las orejas de los cerdos tornan a su natural condición de manecillas oxidadas. Y la superficie de los espejos extiende su latido de metal hasta la parte más estrecha de las raíces de los árboles. Al menos la mosca se aleja de la barba crecida y eso es suficiente como para asumir la respiración como una llave de neón en medio de la ceniza. En la esquina el bar sigue siendo el útero materno. Acá el hígado late como un corazón.

22.1.06

Benjamin 37


El sonteto 37 de Benjamin se me dispara como uno de los de mejores que escribió tras el suicidio del amigo Friz Heinle en 1915. La traducción pertenece a Pilar Estelrich. Lo dejo aquí para los pacientes.

De nuevo será nuestra la ciudad
Pues toda felicidad es un retorno
Y es percibida como el eco de un bosque
A quien prestan su voz muchas quebradas

Y espesos troncos enraizados al lado
De los claros arroyos que sirven a las copas
Allí absorben las ramas que ardían como cirios
El día exterior en torno a nuestras fuentes.

Y el ojo mide en él asta tras asta,
Capta en el follaje la visión resplandeciente
En cristales polícromos se reflejó esta luz.

Nació así de las criptas la fuerza de las columnas.
Allí se hallaba el sol tan sombrío en su cenit
Y en la catedral vuelve a ser mediodía.

20.1.06

Arde

1
En mal momento decidí, hace casi un mes, salir de vacaciones. En el extranjero, pa colmo de males, uno descubre que las enfermedades se pasan mejor en casa... Al menos hoy tengo una anécdota, un buen litro de Bacardí y una noche completa para contarla.

2
Llegué con mi mochilita a Buenos Aires (loco de contento) a finales de diciembre pasado. Me instalé en un hostal del Barrio San Telmo, muy cerca del Parque Lezama, dispuesto a pasar unas tres semanas de merecidísimo descanso y unas cuantas noches de juerga. Los primeros días me dediqué sin tregua conocer un poco el centro, las librerías de la Av. Corrientes y los restaurantes de carne asada. Durante ese corto tiempo el mundo estaba ahí, ofreciéndome sus frescos racimos en bandeja de plata: todo barato, libros inconseguibles, música impensable... Hasta que comencé a darme cuenta de que había algo que no estaba funcionando bien. Aunque no lo quise reconocer en un principio, había empezado a percibir un andarcito medio pendejo. "Pura estupidez", pensé yo e hice caso omiso. Una mañana me levanté y me di cuenta de que no podía caminar si no era espatarrao, como cuando uno está miserablemente pelao y tiene que untarse con urgencia alguna crema hidratante para recobrar, como mínimo, una postura digna. Pues eso mismo hice y me fui a desayunar un buen sandwich de milanesa. Al medio día, sin embargo, apenas podía dar un paso sin un gemido. Dentro de mis pantalones todo ardía.

3
Me vi obligado a ir a un médico. Le conté y me dijo que sospechaba cuál era la razón de mi padecimiento, pero que, para hacer un diagnóstico justo, tenía que examinarme con detenimiento. Y allí estaba yo: recostado y semidesnudo en una camilla dentro de un consultorio sin aire acondicionado ante los ojos de un don como de 45 años hurgándome las partes pudendas con sus manos enguantadas en látex mientras me hablaba, cada vez con más entusiasmo, de las bondades de Claribel Medina. "Y, pues claro", me dijo con acento porteño: "Lo que había pensado: Tinea Cruris". El nombrecito me supo a mierda. Cuando le pregunté qué era, me explico brevemente que es una especie de hongo que da en el interior de los muslos, a lo largo de la ingle y en la esfera de las nalgas en circunstancias de un clima caluroso y húmedo o en condiciones de una mala higiene a consecuencia de reusar ropa interior ya sudada. Me sentí terriblemente avergonzado aun cuando sabía que no había cometido ningún crimen contra la limpieza de mi cuerpo. Pero era precisamente lo que yo tenía. Todo un régimen de incipientes ronchas rojas se había desatado entre mis piernas. Y comenzaban, terriblemente, a picar. Precisamente cuando había recibido aquella orden de último momento cuando salía de la oficina del médico: "Ah, y aunque te sea una tortura: no te frotés".

4
Abducido por la Tinea Cruris, me limité a quedarme en el hostal de San Telmo untándome medicamentos de nombres extraños: una solución tópica de clotrimazol, una pomada fungicida de ketoconazol y un refrescante talquito antimicótico que terminaron por dañar dulcemente mis calzoncillos y mahones. En unos cuantos días ya le había metido mano a los pocos libros que llegué a comprar (entre ellos, uno de los sonetos de Benjamin y un interesante estudio sobre el cinismo de Michel Onfray). Para sorpresa mía, se había quedado perdido en mi mochila Teoría de Conspiración, de Rebollo Gil. De manera que cuando terminé la lectura de los otros libros, me lancé a la tarea de leer una vez más el texto del blanquitismo por excelencia en Puerto Rico. Pero éste decidí leerlo –ya sintíéndome un poco mejor del ardor y de la piquiña- en la zona común del hostal, una especie de salita con un sofá destartalado frente a un televisor sin cable y un montón de mesas de maderas que se utilizaban constantemente de comedor. Era un espacio abrumadoramente (neo)hippie con aires ecologistas y rastas que servía para las esporádicas conversaciones y los flirteos de los huéspedes. Cuando el muchacho del hostal percibió mi persistente presencia antisocial, decidió hacer migas; y, al enterarse de que soy boricua, no paró de hablarme sobre Cultura Profética y el humeante mundo del reggae.
La ocasión sirvió también para conocer a Paulo.

5
Aunque se notaba a leguas que era farifo, a Paulo le dio por contarme en su particular portuñol cómo se hizo maricón ("todo empezó en un garrafamento..."). Desde mi orilla heterosexual, tuve deseos de contarle cuál fue mi primera experiencia sexual, pero me parecía tan absurdo como la confidencia que me acababa de hacer. El tipo identificó de inmediato que conmigo no había no había break y lo respetó. Luego de esos momentos de tanteo y de tensión, nos hicimos buenos panas. Cuando me cansaba de sus largas historias yo utilizaba una estrategia infalible para sacármelo de encima: a propósito le hablaba tendidamente sobre literatura puertorriqueña o le daba unos cuanto billetes para que me fuera a comprar cigarrillos, algo de ron y algunas cosas de picar. Cuando sucedía lo primero, me daba cualquier excusa barata y se perdía por las oscuras calles de San Telmo hasta las primeras horas del día siguiente; cuando ocurría lo segundo, decidía acompañarme y seguir hablándome de la herencia italiana en Sao Paulo, de alguno de sus jevos o sencillamente de cómo todos los años esperaba a que llegara el invierno en Argentina para largarse otra vez a Brasil. Todo un personaje. Aún lo recuerdo con frescura recomendándome ver la película Madame Satã. Un tipo trigueño con gruesas gafas negras y el pelo pintado de rubio, a la Warhol.

6
Los últimos días que pasé en el hostal, medianamente mejorada mi Tinea Cruris, Paulo interrumpió mi lectura de Teoría de Conspiración. "No leas tanto", me dijo casi chillando mientras me arrebataba de sopetón el poemario de las manos. "Esto es mi...", mierda supongo que iba decir cuando se detuvo de repente a observar la fotito de la solapa del libro. Resulta que Rebollo le recordó tanto a uno de los protagonistas de sus bretes sentimentales que el muchacho se puso nostálgico y, para suerte mía, bonachón, pues los tragos de esa noche, para aderezar la historia que venía a continuación, los pagó él: "caipirinha hecha con la mejor cachaça que encontré", me dijo. Y a la verdad que eran tragos deliciosos. Nos bajamos la botella. Y valió la pena escuchar.

7
El último día que estuve allí, vi a Pualo triste. "Me voy", le dije, y le agradecí su compañía y hospitalidad. "Quédate con esto", le disparé; y extendí mi brazo ofreciéndole el poemario de Rebollo Gil. "Es responsabilidad tuya lo que hagas con él, disfrútalo", le dije y me fui.

8
Víctima del ardor y la piquiña me largué. Aún camino como un cisne fuera del agua.

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